Casi a diario, a partir del quinto día de
las apariciones, la Virgen recomienda la oración. Ruega a cada uno que "rece sin cesar" como Cristo mismo
enseñó (Marcos 9,29; Mateo 9,38; Lucas 11,5-13). Así pues, la oración estimula
y fortalece nuestra fe, sin la que nuestra relación con Dios se desordena; así
como la relación con cada otra persona. La oración nos recuerda incluso cuán
cerca de nosotros está Dios incluso en nuestra vida diaria. Al orar, le
reconocemos, le damos gracias por sus dones hacia cada uno de nosotros, y nos
llenamos con una esperanzada expectación de lo que necesitamos, en particular
de nuestra redención. La oración estabiliza el equilibrio del uno mismo, y nos
ayuda en nuestra "ordenada relación con Dios", sin la cual es
imposible mantener la paz ni con Dios ni con quienes están en nuestro
alrededor.
La Palabra de Dios advierte de ella a toda
persona humana, y está esperando una respuesta de esa humanidad. Es
precisamente esto lo que proporciona a la oración su "justificación".
Nuestra respuesta debiera ser "fe hablada", u "oración". En
ésta, la fe anima, renueva, fortalece y sostiene a sí misma. A más, la oración
del hombre verdaderamente conduce a dar testimonio del Evangelio, y de la
existencia de Dios, y de este modo, provoca una respuesta de fe en las demás
personas.
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